Tal vez comenzó siendo un cubo rectangular, una estructura de aristas rectas se ángulos a noventa grados, de puntas que lastiman. El ser humano que procuro, por primera vez trasladarle de sitio, intentó empujar y vaya si lo hizo, lo intento más no avanzaba. Llegaron entonces hombres y mujeres de distintas partes, de otras latitudes quienes conmovidos por la terquedad del primero, se sumaron al esfuerzo. Más la enorme piedra, cuesta arriba no se movía ni un ápice.
Uno dijo entonces, y si cogemos la piedra por su arista inferior y todos a la una levantamos... haríamos que avanzará el largo de la pieza. Como siempre estuvieron los detractores de la idea refunfuñando, los desencantados ignorando, los entendidos rebatiendo. Solo los audaces estuvieron dispuestos. Pasaron las manos por debajo la tierra y levantaron la piedra que se resistió, hasta que rompió el equilibrio y se dejo caer por la otra cara. En ese momento los desencantados también gritaron de júbilo, y se comprometieron a repetir la secuencia.
Tamaña era la alegría, que ninguno se percato que en la maniobra el cubo había perdido una parte de sus cantos astillados por el golpe en mil pedazos. Lo cierto es que todos sintieron que era mas fácil de agarrarse a ella, y de levantarla, y de romper su inercia, y provocar su caída. A cada golpe el cubo iba redondeando sus lados y subía con más facilidad la cuesta, hasta llegar a la cima. Una vez arriba todos empujaron a la vez y el cubo (que ya no era tal) comenzó a rodar sobre su propio eje cuesta abajo hasta la orilla del mar. La gente estupefacta había descubierto el cilindro, la rueda, el círculo
Sergio Storti
Sergio Storti