lunes, 11 de julio de 2016

La puerta de hierro.

La historia es larga. Fue un flechazo. Estaba parada en la puerta de una panadería, me sorprendió, se hizo la distraída y como no podía ser de otra manera, pegué la vuelta e intenté subirla a la furgoneta, llevaba una máquina y café, casi no había espacio. En fin, no pude.
Esa tarde salíamos para Menorca, lo que hacía imposible que pudiera ir a buscarla. No me la podía sacar de la cabeza, una puerta de horno, de fundición de hierro... impresionante y así fue. Volví de Menorca, pasó una semana y, a la siguiente, la ruta me llevaba por ahí, y yo con una fijación en la cabeza: la puerta de hierro. Pues bien, ahí estaba, fría, espectante, soberbia. Debo confesar que venía preparado y no se resistó. Claro yo tenía unos diez años menos. A partir de ahí, deambuló por el patio, como un trofeo épico. En las tertulias solía comentar que cuando logré subirla, escuché desde una ventana alguien que gritaba: ¡Muy bien! (la fábula). Hace unos años Marcelo me ayudó y la subimos bajo el mandarino.
Ayer me encontré, de nuevo, en la barca y se tensó el sedal del desafio. Y picó, había que subirla al asador, y se preparó el músculo, y la neurona, y chorreaba adrenalina, y cansancio. Como si de un pez espada se tratase, "el viejo y el mar", reeditándose por enésima vez. El esfuerzo, como ayer. El riesgo siempre, al limite. Y entonces, conmovida la puerta, cedió al impulso, ocupando su sitio final.

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